7/4/2007
AJN.- De acuerdo con el relato bíblico, en la víspera de su salida de la tierra de Egipto, en la que fue esclavizado, el pueblo de Israel debía sacrificar un cordero y conformar con él una cena especial, de características rituales. Tal acto fue prescripto por Dios para aquella oportunidad y para volver a ser cumplido en la misma fecha, año tras año, por todas las generaciones siguientes.
La Biblia testimonia que ciertos festejos posteriores de la Pascua marcaron hitos en la historia del pueblo. En Josué 5 , se describe el primer festejo en la tierra de Israel. En Reyes II , 23: 21-24 se habla acerca de la purificación del pueblo de todo vestigio de culto pagano, en los tiempos del rey Josías, para festejar la Pascua en Jerusalén en su esencia primigenia. En Esdras 6: 19-22, se narra el festejo, en Jerusalén, de aquellos que habían retornado de la diáspora babilónica a la que los había confinado Nabucodonosor. En cada una de las ocasiones referidas se produjo un punto de inflexión en la historia del pueblo. De acuerdo con Mateo 26:17, Marcos 14:12, Lucas 22:7, Juan 13: 1 y distintas fuentes de los primeros tiempos del cristianismo, la última cena en la que se instauró la eucaristía, fue la tradicional cena ritual de la Pascua. En la memoria del pueblo judío en los tiempos de Jesús, tal como se testimonia en el Talmud ( Mishnah Pesajim 9:5; Meguilah 31, a), se hallaban presentes aquellas Pascuas del pasado en las que se habían producido acontecimientos significativos, por lo que debía ser en una ocasión semejante cuando se generara un mensaje trascendente para la nueva religión que se conformaba, enraizada en la tradición judía. Si bien el mensaje de la Pascua judía adquirió un nuevo sentido en el cristianismo, innegablemente sigue habiendo esencias de la primera que hacen a la segunda. La Pascua judía aúna dos mensajes. El sacrificio del cordero pascual, que se debía ofrendar e ingerir el 14 de Nisan, viene a recordar el obrar divino para liberar a los descendientes de Abraham de su mísera esclavitud. Los habitantes de las casas marcadas con la sangre del cordero sacrificado no eran punidos con la última de las diez plagas con que castigó Dios a los egipcios. Dios mismo intervino para redimir a los descendientes de Abraham, cumpliendo con el pacto que realizó con el patriarca. La revelación de Dios al pueblo, que comienza en Egipto, alcanza su máxima expresión en el quincuagésimo día después de su salida de aquella tierra de aflicción, cuando en el monte Sinaí le entrega la Torá, la ley divina. La Torá, que se refiere a la dignidad de cada individuo, sólo podía ser recibida por hombres libres. He aquí la muy íntima relación entre estos dos acontecimientos. Los sabios del Talmud solían denominar a la festividad de la entrega de la Torah Atzeret Shel Pesaj, la conclusión festiva de la Pascua. Por otra parte, a partir del 15 del mes de Nisan comienza la festividad de los panes ácimos, en los que se halla interdicta por siete días la ingesta de todo alimento leudado de cereales. Es la celebración que rememora los esfuerzos que debe realizar el hombre por alcanzar la libertad, ya que los hijos de Israel no tuvieron tiempo de dejar fermentar su pan, pues diligentemente salieron de la tierra de su esclavitud. Aquel pan de pobreza, como se lo denomina en Deuteronomio 16: 3, es el símbolo de la lucha por alcanzar la libertad, condición necesaria para expresar lo excelso que sabe yacer en cada individuo, que es la forma más genuina de honrar a Dios. Estos son los dos elementos constitutivos de la Pascua que rememoran los judíos hasta el presente. La revelación y búsqueda de Dios en lo humano y el respeto y amor por el individuo como forma de honrar al Creador, que se halla en el mensaje de Jesús, tal como se testimonia en el relato de los Evangelios y es reflejado en la eucaristía, es la versión cristiana de muchas de las esencias explicitadas que hacen a la Pascua judía. Ambas festividades son el testimonio de los esfuerzos espirituales de generaciones que transmitieron el mensaje durante siglos y aportaron lo suyo para que la concepción judeocristiana de la existencia, en la que ambas religiones constituyen ejes centrales, fuera uno de los pilares sobre los que se fundó la cultura de Occidente. Ambas Pascuas culminan transportando a los respectivos feligreses a una dimensión de esperanza, que se sustenta en la fe en que si muchos han de obrar según los requerimientos de la Torá, de acuerdo con los unos, o según los mandatos del Evangelio, de acuerdo con los otros (y ambos tienen mucho en común) se alcanzará la tan añorada paz universal, en la que Aquel que se reveló entonces volverá a mostrarse nuevamente. El siglo XX, profundizando un proceso que había comenzado en el XVIII, desarrolló nuevas concepciones de la existencia del hombre y las sociedades, soslayando las anteriores. En los albores de un nuevo siglo, se advierte el despertar de nuevas búsquedas, para hallar el sentido de la vida a la luz de los enormes desafíos que anteponen la ciencia y la tecnología al hombre del presente. Los fracasos espirituales que caracterizaron al siglo XX, con sus matanzas y horrores, hacen aún más dramática dicha búsqueda. Ambas Pascuas poseen múltiples elementos que, al ser sutilmente analizados, pueden brindar pistas al hombre de nuestros días. Esas pistas nos permitirán esbozar alguna respuesta y alcanzar algún hallazgo en la perenne búsqueda del sentido de la existencia.
El autor es rector del seminario rabínico latinoamericano M. T. Meyer y rabino de la comunidad Benei Tikva.
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